jueves, 17 de julio de 2008

Juan Herrezuelo - Primera carta (ficticia) de Julio Cortázar a Fermín Estrella Gutiérrez.

Amigo Estrella, maestro:

Yo no quería venirme a este otro lado de la vida, no tanto por las nubes que pasan continuamente, nubes de todas las formas, y a veces palomas y uno que otro gorrión, sino porque duele ingresar en esta difícil costumbre de estar muerto, expresión que utilicé hace tanto pensando en el trompetista Clifford Brown1 y ahora es esta infinita altura sin vértigo, esta eternidad en suspenso. Ah, querido Estrella, qué difícil oponerse, aún aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al hecho fatal de ser ausencia para los vivos, de ser todas las formas de morir que uno escribió, de ser el indígena sacrificado bajo la noche boca arriba, el pibe enfermo que la señorita Cora no pudo mantener con vida, el fotógrafo asesinado por un quítame allá unas babas del diablo que veía pasar nubes y palomas, o el suicida a quien de cuando en cuando le ocurría vomitar un conejito, autor de aquella carta a una señorita en París con cuyo inicio he jugado libremente para escribir el de esta otra2.

Que yo le esté escribiendo ahora no me extraña más que tantas otras excepciones de las leyes3 que me ocurrieron en vida, todo eso que nada tiene de sobrenatural, de mágico o de esotérico4 para mí y que incluido en mis relatos mereció el calificativo de fantástico a falta de mejor nombre. El sentimiento de lo fantástico (…) me acompañó desde el comienzo de mi vida. Vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba un elemento que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante5. Desde muy pequeño asumí con los dientes apretados esa condición que me dividía de mis amigos y a la vez los atraía hacia el raro, el diferente, el que metía el dedo en el ventilador (…); pero pronto descubrí los gatos, en los que podía imaginar mi propia condición, y los libros donde la encontraba de lleno. (…) Me acuerdo: a los once años presté a un camarada El secreto de Wilhelm Storitz, donde Julio Verne me proponía como siempre un comercio natural y entrañable con una realidad nada desemejante a la cotidiana. Mi amigo me devolvió el libro: “No lo terminé, demasiado fantástico.” Jamás renunciaré a la sorpresa escandalizada de ese minuto. ¿Fantástica, la invisibilidad de un hombre? Entonces, ¿sólo en el fútbol, en el café con leche, en las primeras confidencias sexuales podíamos encontrarnos?6. Este es un acontecimiento no menor en mi vida, por cuanto a través de él tomé plena conciencia de ese sentimiento que podríamos calificar de extrañamiento7 y que, de adolescente, creí como tantos (…) que era el signo anunciador del poeta. (…) Dudo de que exista un solo gran poema que no haya nacido de esa extrañeza o no la traduzca; más aún, que no la active al sospechar que es precisamente la zona intersticial por donde cabe acceder8. No, no es el hecho de estar escribiéndole lo que me asombra, ni mucho menos: ¿fantástica, la carta de un hombre muerto?

Y si soy capaz de admitir esta circunstancia sin fruncir el ceño, figúrese si me iba a asombrar el haberle elegido a usted, precisamente, para dirigirle esta carta, a usted, que fue amigo y maestro pero no, hasta ahora, destinatario de ninguna de mis muchas cartas; al menos no hay constancia de ello, y yo, sinceramente, no lo recuerdo. Acaso llegara a escribirle alguna en mis primeros años como maestro en Bolívar, en aquellos lejanos treinta del pasado siglo, después de que nuestros caminos se cruzaran en la Escuela Normal de Profesores, cuando admiré sus sencillos versos y, sobre todo, su inquebrantable compromiso con la enseñanza, cuando cometí la incorrección de no enviarle las criticas bibliográficas que le había prometido: nueve horas diarias de clase y cuatro de traducciones para una revista tuvieron la culpa9. En definitiva, que cabe la posibilidad de que le escribiera entonces, pero, ¿por qué escribirle ahora? Bueno, tal vez porque simbolizamos esa simetría de ida y vuelta en los desarraigos y arraigos de la emigración transoceánica, usted un europeo en la Argentina, yo un argentino en Europa. Tal vez porque me conmovió siempre el que de niño, en su Almería natal, hubiera vivido sin saberlo tan cerca de Lorca, también niño, quien de sí mismo hizo una definición en la que supe reconocerme mágicamente: yo no soy un poeta, ni/ un hombre, ni una hoja,/ pero sí un pulso herido que/ ronda las cosas del otro lado10. O tal vez le escribo porque hubo ocasión en que, refiriéndome a mis influencias y para restar importancia a una crítica literaria desfavorable –yo que tan lejos me sentí siempre de ambas, influencias y críticas- aseguré al correr de teclas, y vaya a saber con qué exacto sentido, que desciendo en línea directa de Fermín Estrella Gutiérrez11. O tal vez por nada en absoluto, qué más da, no es eso tampoco lo que provoca mi más pasmosa extrañeza.

Lo verdaderamente extraordinario es que le esté escribiendo en una computadora personal y que vaya a enviarle estás líneas a través del correo electrónico. Puedo asumir toda excepción a la Gran Costumbre12, puedo asumir lo maravilloso irrumpiendo tumultuoso en lo cotidiano, puedo asumir toda situación absurda colándose en el gesto más rutinario, pero no el despertar sin vida dentro de una fábula futurista de esta naturaleza. Eso vale para una pesadilla de Bradbury o de Orwell, no para mí. Vale para quien supiera imaginar este evolucionadísimo teclado, el monitor de pantalla plana, la diminuta cámara incorporada; para quien supiera creer que es posible lanzar unas palabras escritas a ese río virtual y virtualmente navegable que es Internet, el ciberespacio, la red de redes, y que de inmediato lleguen a su puerto; incluso vale para quien encontrara concebible que el conocimiento de esta tecnología me sea dado sin más hasta en sus más precisos términos, los que estoy usando sin reparar en ellos, Internet, ciberespacio. Terminaré de escribir y procederé a enviarle esta carta –pero no será una carta- mediante el juego del ratón y el icono, casi un parpadeo, la mera voluntad de enviar, y usted dispondrá de ella al instante. Ahora bien: ocurre que no creo en la tele transportación de los cuerpos ni de las palabras escritas, no porque sea algo demasiado fantástico, sino porque no parece tener nada que ver con lo humano: y ése es, en definitiva, el asunto de esta carta.

Yo tengo mi propia opinión sobre la verdadera historia del progreso científico. Pensemos, por ejemplo, en un estrepitoso avión a reacción. Verá, la idea es la siguiente: los aviones modernos, que representaban la velocidad, el silencio en la cabina, la estabilidad y un amplio radio de acción, tenían numerosas desventajas, de ahí que fueran superados por nuevas y más portentosas muestras del ingenio humano. Les sustituyeron los aviones de hélice, conquista que supuso un importante progreso, pues al volar a poca velocidad y altura el piloto tenía mayores posibilidades de fijar el rumbo y de efectuar en buenas condiciones de seguridad las maniobras de despegue y aterrizaje. Pero los técnicos no se quedaron ahí; siguieron trabajando y con un breve intervalo dieron a conocer dos nuevos medios de transporte más aventajados: los barcos de vapor y el ferrocarril. Por primera vez se lograba la conquista extraordinaria de viajar al nivel del suelo, con el inapreciable margen de seguridad que ello representaba. Tomemos ahora el primero de ellos: los frecuentes incendios en alta mar incitaron a los ingenieros a encontrar un sistema más seguro, y así fueron naciendo la navegación a vela y más tarde el remo, el medio más aventajado para propulsar las naves. Este progreso era considerable, pero los naufragios se repetían por razones diversas, hasta que los adelantos técnicos proporcionaron al fin un método seguro y perfeccionado para desplazarse en el agua: la natación, más allá de la cual no parece haber progreso posible, aunque desde luego la ciencia es pródiga en sorpresas. Por su parte, las ventajas del ferrocarril eran notorias con relación a los aviones, pero a su turno fueron superados por las diligencias, vehículos que no contaminaban el aire con el humo del petróleo o el carbón y que permitían admirar con detenimiento las bellezas del paisaje. No obstante, su incomodidad innegable aguzó el ingenio humano y no tardó en inventarse, como último eslabón del progreso, un medio de transporte incomparable, el de andar a pie. Peatones y nadadores constituyen así el coronamiento de la pirámide científica13, al menos en lo que se refiere al trasporte, claro está.
Ésa es, más o menos literalmente, mi opinión sobre el progreso científico. De este modo, entiendo que el hecho de estar escribiendo esta carta en una computadora personal, y el hecho de entregarla luego al correo electrónico, es un retorno a lo primitivo, a los balbuceos de la comunicación epistolar, en tanto que la culminación racional de este género literario sería un hombre o una mujer rasgando concienzudamente un pergamino con la punta entintada de una pluma de ánade. Yo, por mi parte, nunca llegué tan lejos. Preferí la máquina de escribir, que conocía mis gustos y se prestaba dócilmente al tren acelerado de mis dedos14, y preferí, desde luego, el papel, los dobleces y el sobre, la estampilla en una esquina, las fauces del buzón de correos, el tiempo propio de un viaje. Me cuento –me contaba- entre quienes esperan siempre que una carta llegue a su destino después de haber atravesado la región de los tártaros y un río en llamas, después de haber peleado cuerpo a cuerpo con un oso de los Urales, después de haber negado dolorosamente a una madre y haber conocido el amor, el acero candente y la ceguera. La vida que merece ser vivida es una lenta aventura en cada rutina; hay otras vidas más rápidas, pero en el fondo son vidas que nos viven otros. Que les viven otros. A ellos. Nosotros, amigo Estrella, ya nos limitamos a dar testimonio de esa nube y aquella paloma. (¿Ve usted nubes y palomas o hay una muerte distinta para cada uno?).
Claro que todo esto podrían no ser más que meros escrúpulos literarios o de otra índole igualmente inútil. Hablemos entonces de los huecos que irá dejando en la Historia la desaparición del género epistolar. La correspondencia ha sido hasta ahora un yacimiento de pequeños fragmentos de vidas con los que se ha podido ir reconstruyendo el pasado de la humanidad, desde la biografía de los grandes personajes hasta las menudas peripecias de seres cuyo anonimato desvelado arrojó nuevas luces sobre determinados acontecimientos históricos: las cartas de los vencidos, las de los exilados y las de los prisioneros, las de los condenados a muerte, las cartas de los que se tragó el olvido, las cartas que antecedieron al último amanecer, a la tapia, a la fosa común, esas cartas que son como un puñal ensangrentado afeando los oropeles de la victoria.

Y pienso en las cartas de Rilke –ya mencioné a mi Rilke, es casi involuntario en mí. Sepa que yo estudié alemán para leer a Rilke15-, las que dirigió a Franz Xaver Kappus, que hubieran podido no ser más que una afectuosa e ignorada atención hacia un joven admirador de su obra, pero que se convirtieron en un imperecedero testimonio de pasión poética y vital (no en vano el género epistolar, como dijo mi buen amigo Saúl Yurkiévich, es una zona enigmática entre la vida del escritor y su obra16); pienso en las cartas de Paul Valery, en las cartas de Pedro Salinas, en las de Flaubert, en las Keats17, cómo no, en la conmovedora correspondencia que se cruzaron esos hermosos y malditos Fitzgerald, Scott y Zelda, y pienso también en las cartas de Van Gogh a su hermano Theo. Imagino todos esos tesoros perdidos para siempre en el ir y venir sin substancia ni cuerpo que es el correo electrónico.
Mi idea de la comunicación escrita es inseparable de un sobre que llega a tus manos y te roza involuntariamente con el tacto del remitente; es la posibilidad del lila, por ejemplo, color que prefieren las admiradoras melancólicas de los villanos que salen en las radionovelas18, o incluso la posibilidad de un perfume. Una carta no es el mensaje intrascendente que se redacta presurosamente y sin otra finalidad que la información efímera; para mí fue siempre un rito, una consagración, una ceremonia, ¿cómo decirlo?, sagrada19. Sentí horror hacia el teléfono, ese insecto monstruoso dotado con el don de la palabra20, y mi letra era casi ininteligible y me desmoralizaba21. Aunque en alguna antiquísima carta bromeé con la posibilidad de que los amigos, a mi muerte, agregaran como bellos apéndices de mis obras completas mi copiosa correspondencia22 –yo también tuve una vez veintiséis años-, saber que efectivamente una buena parte de las cartas que escribí a lo largo de más de cuarenta años se había recuperado para formar parte de tres gruesos tomos supuso una enormísima sorpresa.

¿Por qué se conserva durante sesenta años una carta, sino por un afecto del que es ajeno todo trato con la electrónica? Nunca releí mis cartas; uno no va a buscar a un amigo o a una querida para decirle: trae mis cartas, que quiero leerlas23. Incluso en una ocasión llegué a quemar, sin abrirlas, un paquete que me fue devuelto; no resultó fácil, pero yo sentía oscuramente que no me era dado el derecho de releerlas. Entre una carta y su autor se produce una separación total, es como enviarla a la Luna o al siglo V antes de Jesucristo24. Sin embargo, agradecí póstumamente las muchas que recopiló Aurora y prologó Saúl, porque sé que era un esfuerzo que nacía del amor. Y fue entonces, al volver a encontrarme con una parte tan íntima de mí -y en ocasiones tan remota-, cuando verdaderamente vi pasar toda mi vida delante de los ojos, como se dice, no antes, no aquel último día, aquel frío mes de febrero del ochenta y cuatro. Es cierto: mi vida entera podría ser trazada leyendo mis cartas25, y no sé realmente si es algo que pudiera tener valor para otros. Cuánta correspondencia de gente menos encumbrada –y no hablo de las nubes y las palomas de ahora mismo- merecería los honores del libro y nadie la buscará jamás26. En cualquier caso, nada de eso será posible en la telaraña de telarañas del ciberespacio, donde nada es perdurable ni nada merece serlo: quién iba a desear conservar un mensaje apresurado, banal, escrito no ya con desaliño sino con impersonalidad, en el que lo importante es la inmediatez con que se reciba, no lo que sea recibido27.

Mi esposa Carol y yo fuimos durante todo un maravilloso mes dos autonautas en la cosmopista Paris-Marsella. Quizá leyera usted el libro que surgió de aquel viaje en el que, frente a la velocidad que proponía la autopista hacia el sur, preferimos la concienzuda expedición de sus sesenta y tantos apeaderos, a dos por día. Preferimos vivir la ruta en lugar de abreviarla. Los tiempos de impaciencia que ahora corren para los vivos no son propicios a veleidades como esa. Desde aquí he sabido de las recientes teorías de Paul Virilio: son tiempos de instantaneidad, de apremio, en los que el tiempo real prevalece sobre el espacio real; Virilio ha acuñado el término dromocracia, la tiranía de la velocidad, y en dicho término queda nombrada la forma en que el fascismo ha conseguido colarse al fin en la vida de los vivos por los intersticios de la cotidianeidad. “El planeta Tierra nunca ha sido tan pequeño”, aseguraba el anuncio de una compañía francesa de teléfonos celulares. El penúltimo que se había vanagloriado de reducir las dimensiones del mundo había sido Hitler en 1943: “El mundo es en adelante demasiado pequeño para la guerra”27.
Sentarse hoy junto a una ventana para escribir una carta sería como echarse al camino con adarga antigua, lanza en astillero y rocín flaco y no encontrar aventura alguna, ni alma con quien batirse. Nadie. Un vacío absoluto. Y qué extraño debe ser sentirse solo en un mundo tan, pero tan diminuto; sentirse libre en un mundo tan, pero tan feliz (a la manera de Huxley, claro).
Un abrazo de su amigo:

Julio Cortázar

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1 “Clifford”. La vuelta al día en ochenta mundos, tomo I. 1967
2 Variaciones sobre los siguientes cuentos: “Carta a una señorita en parís”, Bestiario, 1951; “Las babas del diablo”, Las armas secretas, 1959; “La noche boca arriba”, Final del juego, 1956; “La señorita Cora”, Todos los fuegos el fuego, 1966.
3, 4 y 5 El sentimiento de lo fantástico. Conferencia en la Universidad Católica Andrés Bello, 1982.
6 Del sentimiento de no estar del todo. La vuelta al día en ochenta mundos, I.
7 El sentimiento de lo fantástico. UCAB.
8 Del sentimiento de no estar del todo.
9 Las menciones a Fermín Estrella en Cartas, Julio Cortázar, Alfaguara 2000. edición a cargo de Aurora Bernárdez, se produce en las páginas 31, 39, 40, 424 y 618.
10 Federico García Lorca, Poema doble del lago Eden, Poeta en Nueva York. Utilizado por Cortázar como cita en Salvo el crepúsculo, 1985, y en el transcurso de la entrevista realizada por Joaquín Soler Serrano para el programa A FONDO de TVE (1977)
11 Cartas, pag. 618 (a Paco Porrúa, 13 de septiembre de 1963)
12 Concepto utilizado en varias ocasiones por Cortázar, y sobre todo en el bellísimo capítulo 73 de Rayuela: “¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre?”
13 Adaptación -¿teatral, epistolar?- de El Tesoro de la Juventud, incluido en Último Round, 1969. Aunque buena parte de las frases están citadas textualmente, son tantas también las que he desarmado y vuelto a armar para que funcionaran en el contexto de esta imposible carta, y tan frecuente la alternancia de unas y de otras, que he preferido prescindir de las cursivas para no torturar la tipografía del párrafo.
14 Cartas. Pag. 43 (a Luis Gagliardi, 4 de enero de 1939).
15 Cartas. Pag. 111 (a Mercedes Arias, 25 de agosto de 1941).
16 Saúl Yurkievich, “El don epistolar”. Introducción a Cartas.
17 Cortázar fue gran admirador de John Keats. Entre los años 1951 y 1952 escribió un largo ensayo, La imagen de John Keats (Alfaguara, 1996), y tradujo en 1955 el libro de Lord Houghton, Life and Letters of John Keats. Según Jaime Alazraki en “La carta como acto de fe” (Addenda a las Cartas), Julio sentía una gran admiración por el Keats “escritor de cartas”.
18 Del cuento “Cambio de luces”, Alguien que anda por ahí, 1977.
19 Cartas 132 (a Guis Gagliari, 2 de junio de 1942
20 Cartas, pag. 80 (a Mercedes Arias, mayo 1940
21 Cartas. Pag. 43 (a Luis Gagliardi, 4 de enero de 1939).
22 Cartas pag. 94 (Marcel Duprat, 1940
23 y 24 Cartas, Pags 132- 133 (a Luis Gagliari, 2 de junio de 1942
25 Jaime Alazraki, en el texto citado (ver nota 17). La carta a la que pertenecería, según éste (a Marcela Duprat, 30 de junio de 1941), no está incluida en Cartas.
26 Cartas, pags. 132 - 133 (a Luis Gagliari, 2 de junio de 1942).
27 En la conferencia “El fin de un género”, en la Universidad de Oviedo (octubre de 2006), Mario Muchnick se lamentaba de que el correo electrónico huya acabado con “algo tan extraordinario como enviar y recibir una carta”. Para Muchnik, la comunicación a través de la red es frívola e intrascendente y las historias que se cuanta carecen de sentido. Dada la estrecha relación de amistad que existió entre Cortázar y Muchnik, me atrevo a pensar que su opinión del correo electrónico no diferiría gran cosa.
28 De Paul Virilio: “Velocidad e información. ¡Alarma en el ciberespacio”. Le monde diplomatique. Agosto 1995; y El cibermundo, la política de lo peor. Cátedra. 1997. De Christian Gundermann, “La libertad entre los escombros de la globalización”, citado de Internet. De Rachid Sabbashi y Nadia Tazi, “Hay que defender la historia”, entrevista con PaulVirilio. El Paseante (citado de Internet)

2 Comments:

Francisco Ortiz said...

Magnífico: pleno de inventiva, melancolía y humor del bueno.

Marcos Callau said...

Realmente me ha parecido Cortázar escribiendo. Muy interesante la visión que nos ofrece sobre la evolución, si realmente lo es, del correo electrónico, el teclado, la computadora... Muy bueno.

 
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